La historia del argentino condenado a pena de muerte en Estados Unidos: un “gualicho” maldito, un brutal crimen y la inyección letal
Creía en el gualicho. En el más puro significado indigenista del término. La superstición, el falso misticismo, el oscurantismo se abrió paso en su mente oscurecida desde la infancia por el maltrato y el alcohol. En realidad, toda su vida no fue otra cosa que la antesala de su muerte.
Ángel Francisco Breard fue ejecutado hace 23 años por una inyección letal, en la cárcel de Greenville, estado de Virginia, Estados Unidos. Un jurado lo había hallado culpable de haber intentado violar y asesinado luego a Ruth Dickie, de 39 años. Fue el primer argentino, también era paraguayo, en ser ejecutado en Estados Unidos, un dato estadístico que no confiere más privilegio que el del horror.
El llamado Caso Breard hasta olvidó ya a su protagonista, casi una sombra en el recuerdo, para ser una controvertida materia de análisis legal: el criminal no tuvo un juicio del todo justo, lo que contradice uno de los derechos fundamentales en los Estados Unidos y echa por tierra esa frase de serie de televisión y de guión de cine que lo garantiza: “Tendrá un juicio justo”.
Las autoridades que detuvieron y enjuiciaron a Breard, de 32 años el día de su muerte, no informaron al consulado paraguayo que tenían un ciudadano de ese país tras las rejas y, luego, sometido a juicio. Tampoco le dijeron a Breard cuáles eran sus derechos: obtener asistencia legal de las autoridades diplomáticas de su país. El vicio de procedimiento sirvió para que Paraguay, con el apoyo de Argentina, México, Brasil y Ecuador, intentaran detener y aplazar la ejecución. Ni Amnesty International, ni la Corte Internacional de Justicia de La Haya, con la que Estados Unidos tiene firmado un convenio que no cumplió, ni diferentes apelaciones de sus abogados, lograron evitar el cumplimiento de una sentencia que fue dictada incluso con el visto bueno, consciente o no, del acusado que nunca negó haber asesinado a Ruth Dickie. Sólo dijo que él, el victimario, había sido víctima de un gualicho.
La desdichada historia de Breard empieza en Ituzaingó, Corrientes, en 1966. Nació allí, el menor de cuatro hermanos, de una madre sufrida y un padre alcohólico. A los siete años sufrió abusos sexuales por parte de un soldado, según reconstruyó en su momento Amnesty International, que publicó un informe con su historia de vida. En 1979, cuando Breard era un chico de 13 años, la familia se mudó al Paraguay y se hizo ciudadano de ese país. Dos años después, su padre lo inició en el consumo de alcohol y Breard se convirtió en adicto. Siempre según la historia rearmada por Amnesty, en 1985 sufrió un grave accidente automovilístico, con daño cerebral, que lo dejó inconsciente varios días y que provocó un drástico cambio de personalidad: se tornó agresivo e impulsivo, dijeron sus familiares cuando ya estaba en marcha el juicio en su contra por asesinato.
La portada del diario El Litoral de Corrientes
No quedó nunca claro cómo, al año siguiente, Breard estaba en Estados Unidos, en búsqueda de un futuro. O acaso huía de su pasado. Se instaló en Washington, empezó a estudiar inglés y administración de empresas. Se casó en 1987 con una de sus profesoras, pero el matrimonio duró nada: cuatro meses después se habían separado por la adicción de Breard a la bebida. El divorcio acentuó su depresión y su alcoholismo, aunque mantuvo su empleo y enviaba dinero a su madre con cierta regularidad. Pero su integridad emocional, si la tuvo, se resquebrajó: perdió el empleo, empezó a trabajar por horas en obras en construcción a las que llegaba ebrio porque se emborrachaba a diario, hasta que perdió incluso esos trabajos.
En Maryland y a inicios de los ’90, empezó a tener dramas con la ley: fue sospechoso de la violación y asesinato de una mujer, vecina de su casa, pero los investigadores no hallaron evidencias en su contra. Después intentó secuestrar a otra mujer, con un cuchillo, hasta que el 17 de febrero de 1992, Breard, de 26 años entonces, salió de su casa en Arlington, Virginia, para ir a comprar cerveza. Se cruzó por puro azar con Ruth Dickie, de 39 años, que salía de un bar y a quien siguió hasta la puerta de su departamento, donde intentó violarla. Como la mujer se resistió, Breard la acuchilló en la garganta, la apuñaló luego de manera demencial, e intentó violarla agonizante o ya muerta. Escapó por una ventana, porque oyó ruidos en un pasillo cercano al drama. Lo detuvieron seis meses después. Fue a juicio en 1993.
Breard nunca negó su culpa en el crimen e intento de violación de Dickie. Admitió siempre su total responsabilidad. Sólo dijo, a modo de atenuante, que era víctima del gualicho de su ex suegro, el padre de aquella efímera esposa por cuatro meses. La costumbre, y acaso el sentido común, ha simplificado el gualicho: hoy es un sencillo sinónimo de maleficio, alguien “engualichado” está dominado por fuerzas extrañas y poderosas. Los tiempos modernos le han hecho perder al gualicho su profundo significado mítico. Y místico.
En las culturas aborígenes del sur americano, ranquel, pampa, mapuche, tehuelche, gualicho es otra cosa. Es un espíritu, un ser que personifica al mal, a las causas que lo producen y a las desgracias que ocasiona. Vive en sitios dejados por Dios: en árboles añosos y solitarios de extrañas formas, en enormes piedras o profundas cuevas y hasta en senderos misteriosos, ignorados, olvidados. El gualicho aborigen, el ser que es el mal en sí mismo y al que invocó Breard, provoca ingentes daños, secuestra a mujeres, causa terribles enfermedades, decreta horribles muertes.
Nada, ni toda la cultura aborigen de cualquier etnia, podía salvar a Breard ante un jurado de la condena a muerte que, según la rígida norma legal americana, le garantizaba casi su propia admisión de los hechos. En la cárcel, el aislamiento, seguramente la abstinencia y la clausura, instalaron en Breard algo que jamás había conocido. Se convirtió en un devoto evangelista, fervoroso creyente en Jesús: tal vez pensó que Dios quería decirle algo. Se casó en prisión con la brasileña Roseanne Lima, que tenía dos hijos pequeños de un matrimonio anterior y enfrentó su destino de tragedia con más curiosidad que hidalguía.
Fue entonces que empezó la primera parte de la batalla legal. Breard siguió unos pasos temerarios que fueron fatales y decidieron en gran parte su condena a muerte. Nunca negó que fuese un asesino, alegó lo del gualicho convencido de que el jurado sería benévolo con él y reconocería su condición de maldito. Lo hizo contra el consejo de sus abogados que le aseguraron que su sinceridad inclinaría la balanza hacia la pena de muerte.
Breard se negó también a aceptar una oferta del fiscal: una reducción de la pena, evitar la muerte, a cambio de una declaración de culpabilidad dado que admitir haber cometido el asesinato de Dickie no implicaba declararse culpable. Por el contrario, insistió en ser testigo de su propio caso, convencido de que la maldición satánica jugaría a su favor. Se declaró “no culpable”. El juicio empezó en junio de 1993. El jurado nunca supo de aquel accidente de 1985, de su lesión cerebral y del cambio de personalidad de Breard. Sólo su madre declaró en su favor. El jurado no escuchó a nadie más: ni amigos, ni parientes, ni antiguos profesores de Breard que hubieran dado fe de su buena conducta previa al accidente.
De todas formas, el jurado deliberó seis horas antes de dar su dictamen. Sus miembros preguntaron al juez cuánto tiempo pasaría Breard en la cárcel, en el caso de que su condena fuese de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. El juez se negó a informarlos. El 25 de junio de 1993, Breard fue declarado culpable y condenado a muerte.
A las 23.39, hora de Buenos Aires, del 14 de abril de 1998, Breard entró en la sala de la muerte. Los testigos revelaron que sus fuerzas flaquearon un poco al ver la camilla despojada, las gruesas cintas de cuero que iban a sujetarlo, el arsenal médico allí, en la cabecera, y las tres jeringas, cada una con un compuesto químico diferente, que lo iban a matar
La segunda parte de la batalla legal, estuvo centrada en el proceso irregular por el que había sido juzgado el condenado. En síntesis, la posición de los abogados de Breard decía que, si le hubiesen hecho saber al acusado que podía contar con la ayuda legal del consulado de su país, su suerte hubiese sido, tal vez, distinta. En muchos casos, la asistencia legal de un consulado puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte. Podrían haberle explicado a Breard las diferencias entre un régimen legal, el de su país, y otro, el de los Estados Unidos. Tal vez le hubiesen permitido comprender la diferencia entre gualicho y rigor científico. Sus abogados compatriotas pudieron haber presentado atenuantes que tal vez habrían convencido al jurado para dictar una cadena perpetua. Lo que resultaba evidente para abogados y para los organismos internacionales que intervinieron en el caso, era que Breard no había tenido un juicio justo.
En 1996, el Caso Breard se convirtió en un escándalo. Lo dio a conocer la prensa tres años después de la condena, y cuando Breard estuvo a punto de ser ejecutado en la silla eléctrica, Virginia cambió luego el procedimiento por la inyección letal. El condenado y su familia supieron recién entonces que pudieron haber contado con apoyo del departamento legal del consulado de Paraguay, y que las autoridades estadounidenses debieron informar de inmediato a ese consulado que tenían en prisión a un sospechoso de asesinato que era paraguayo. Así lo establece la Convención de Viena firmada por Estados Unidos que jamás admitió su yerro. De hecho, pudieron haber penado a Breard, además, por no haber denunciado en tiempo y forma que las autoridades le habían negado los derechos que Breard no conocía. Una trampa sutil y efectiva.
Todas las apelaciones, todos los pedidos de aplazamiento de la ejecución y hasta un fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, que exigió a Estados Unidos que suspendiera la condena a muerte de Breard, fueron ignorados. Incluso, horas después del fallo de La Haya, las autoridades del estado de Virginia ratificaron la fecha de ejecución de Breard. Los representantes americanos ante esa Corte aplicaron una lógica de acero. Admitieron que Estados Unidos no había cumplido con los pactos internacionales, pero dijeron que, aun cuando los hubiesen respetado y avisado al consulado paraguayo, Breard hubiese sido condenado a muerte de todas formas, dada la magnitud y las circunstancias del crimen cometido.
Madeleine Albright, entonces secretaria de Estado del gobierno de Bill Clinton, rechazó la ejecución de Breard, no por empatía con el condenado, sino por las consecuencias que el incumplimiento de los pactos internacionales podía deparar p los estadounidenses con problemas legales en el exterior. Albright envió una carta al gobernador de Virginia, James Gilmore III, en la que le pedía el aplazamiento de la ejecución. Pero Gilmore rechazó todos los pedidos de clemencia.
En la tapa del diario decían que el argentino esperaba un milagro que nunca ocurrió: es anoche fue ejecutado
La mañana de su muerte, Breard se reunió con su esposa y sus hijastros, Michael de doce años y Kathleen, de cuatro. También lo visitó su madre, Armenia y uno de sus hermanos, Rodolfo, que habían viajado desde Buenos Aires. Tuvo el apoyo de dos consejeros espirituales. Quién sabe si los años de cárcel, la vecindad de la muerte, la lectura de los Evangelios, habían ahuyentado de su espíritu al gualicho a quien adjudicó su desgracia y sus desvaríos y a quien confió su personal estrategia de defensa.
En la pequeña celda donde esperó su hora, Breard dijo primero que no iba a aceptar ninguna última cena especial, sólo la de sus compañeros de prisión: milanesas con papas gratinadas, fruta y jugo. Pero a último momento desistió: fue a la muerte sin probar bocado. También dijo que no iba a pronunciar las célebres últimas palabras de todo condenado a muerte. Fueron testigos de la ejecución seis voluntarios que representaron al estado de Virginia y un grupo reducido de periodistas, pero ningún familiar del reo ni de la víctima, porque las leyes de Virginia lo impiden.
A las 23.39, hora de Buenos Aires, del 14 de abril de 1998, Breard entró en la sala de la muerte. Los testigos revelaron que sus fuerzas flaquearon un poco al ver la camilla despojada, las gruesas cintas de cuero que iban a sujetarlo, el arsenal médico allí, en la cabecera, y las tres jeringas, cada una con un compuesto químico diferente, que lo iban a matar.
Se dejó acostar, cara al techo, por los encargados de la prisión. Tal vez haya sentido que Dios le decía algo, porque pese al silencio que se había impuesto, murmuró: “La gloria es del Señor”.
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